La memoria corporal (y las melodías cinestéticas)

Me voy a poner académica. Es porque estoy leyendo a Fuchs: para entender cómo funciona la relación entre cuerpo y memoria, y entre cuerpo y comportamiento hay que leer a Fuchs, Thomas. Y claro, a Sheets-Johnstone, Maxine. Y a algunos más como veremos, pero tiempo al tiempo.

Dado que los seres humanos llevamos unos cuantos siglos de separación entre cuerpo y mente -ensalzando las capacidades intelectuales y despreciando el rol del cuerpo en general-, ahora nos toca recuperar esa relación y a veces me parece que nos hayamos ante elementos tan evidentes y tan esenciales de nuestra vida que casi es ridículo tener que detallarlos y ponerlos de relieve. Pero a la que lo pienso un poco tengo que callarme: está claro que de aquello aparentemente conocido y evidente surgen comprensiones absolutamente imprescindibles que todavía no se tienen en cuenta, y -lo que es peor-, no se usan para mejorar nuestras vidas.

Los seres vivos nos distinguimos por nuestra capacidad de ser sensibles al entorno y movernos en función de la información que obtenemos. Pero al considerar el cerebro como el órgano más definitorio, como aquello que nos distingue y nos eleva respecto del resto de seres vivos, olvidamos muchas veces que la misma definición de vida y del comportamiento está arraigada en el movimiento y sus posibilidades.

Más aún, aquello dotado de movimiento, aquello animado, también es aquello que tiene ánima, es decir, alma. La relación vida y movimiento es tan básica que muchas veces se nos escapa el alcance de esa idea, especialmente cuando se hablamos de salud mental. Además, algo animado también es algo alegre. Vida, movimiento y bienestar están intrínsecamente unidos en nuestra psique, ténganlo ustedes presente.

El otro aspecto absolutamente evidente del movimiento de los seres vivos es que no es aleatorio: tiene un propósito. Un concepto suficientemente relevante como para que Aristóteles hable de él…

El movimiento y el cambio son el principio de la Naturaleza. Por ello, debemos saber qué es el movimiento; desconocerlo significaría entonces desconocer la Naturaleza.

Aristóteles

Sheets-Johsntone explica que el cuerpo es una plantilla para el significado: cuando un bebé abre y cierra su mano, puede observar cómo su mano hace y deshace un puño, y puede empezar a derivar un significado distinto en cada forma que hace y deshace. Esa carga de significado no es consciente, pero es poderosa: el gesto firme y contundente de un puño es totalmente distinto del gesto suave y delicado de una caricia y poco a poco, desde la exploración y la interacción con el entorno, cada gesto se carga de significado personal y social. De toda esa adquisición de comprensiones hablamos aquí. De la capacidad de sentir, por nuestra percepción y por los afectos que desarrollamos, y de como todo ello se inscribe en nuestro cuerpo y se expresa siempre, seamos o no conscientes de ello.

Y si Sheets-Johnstone intenta entender cómo adquirimos conciencia a través del cuerpo, Fuchs…. bueno, todavía tengo que leer mucho de la inmensidad de sus trabajos. De momento os voy a resumir la introducción de su Fenomenología de la memoria corporal. Como disclaimer tengo que decir, que no tiene vocación de ser exhaustivo, me quedo con que más me interesa del capítulo. Dicho está.

La tesis es que el cuerpo posee un tipo de memoria distinta de lo que habitualmente consideramos como memoria (es decir, los recuerdos en nuestra mente). La idea no es nueva, pero vamos a profundizar en ella y veremos que la memoria del cuerpo se adquiere en formas distintas, que influyen claramente en nuestros comportamientos y actitudes presentes. Fuchs distingue seis formas en las que el cuerpo incorpora todo aquello vivido, relacionadas con los distintos aspectos que constituyen la relación entre nosotros y nuestro entorno. Por orden: nuestros hábitos, nuestro espacio, nuestras relaciones, nuestra cultura, la experiencia del dolor físico y la del dolor emocional.

Fuchs llama a la memoria derivada del hábito memoria procedimental. Es la que tiene que ver con todas esas secuencias de movimiento que reproducimos sin casi darnos cuenta. Hechos como atarse los cordones de los zapatos, escribir o, -para quien toca un instrumento musical- la capacidad de saber exactamente donde está cada nota sin tener que pensarlo cada vez. Costó su tiempo aprenderlo, pero a base de ejecución atenta y repeticiones sistemáticas el cuerpo sabe, y “va solo”.

Es uno de los ejemplos más evidentes para distinguir la memoria corporal de los recuerdos mentales. Y es un tipo de memoria que se ha podido constatar en pacientes con ciertos tipos de amnesia, incapaces de retener nuevos recuerdos y que, sin embargo, pueden aprender y “recordar físicamente” tareas motoras simples.

Esta memoria constituye una capacidad fundamental para el desarrollo humano, un “yo puedo” básico. Sabemos que la conciencia “automatiza” todos aquellos procesos en los que ya no puede ser útil, así que el cuerpo incorpora el conocimiento y la cabeza queda disponible para cosas nuevas. Y eso en cierto modo significa, como dice Fuchs, que lo que hemos “olvidado” se ha convertido en lo que somos.

La memoria implícita no se limita al cuerpo en sí. Se extiende también a los espacios y situaciones en los que nos encontramos. Nos ayuda a orientarnos: en nuestra vivienda, en nuestros lugares “habituales”, sabemos dónde están las cosas y nos altera encontrarlas en lugares distintos o que desaparezcan. Excepto a mí, que tengo una tendencia preocupante por mover y reordenar los objetos en función de mi estado de ánimo. Pero hay ciertas cosas estables e inalterables que incorporamos en el cuerpo: las alturas de los escalones, los rincones y su luz y calidez, lo que significa nuestra ventana o esa mecedora… es lo que Fuchs llama memoria situacional. Bachelard habla de ella en su “Poética del espacio”: más allá de nuestros recuerdos, la casa en la que nacimos está físicamente inscrita en nosotros.

Aquí es importante recordar que las situaciones y los lugares que vivimos, los percibimos como unidades holísticas inseparables, y los entendemos como una sola cosa en su aspecto corporal, sensorial y atmosférico. La impresión de una situación o de un espacio se almacena como un todo en nuestra memoria corporal (recordemos aquí a nuestro querido arquitecto Juhani Pallasma y su atención al funcionamiento holístico de los sentidos).

Las situaciones más importantes que vivimos van a ser siempre nuestros encuentros con los demás. Cuando nos relacionamos con otra persona nuestros cuerpos interactúan y se comprenden, aunque no sepamos exactamente como (William Condon lo estudió fotograma a fotograma). Merleau-Ponty denominó a esta esfera de comprensión corporal “intercorporalidad”.

Nuestra memoria intercorporal se define especialmente en nuestras primeras interacciones. Aprendemos patrones de relación corporal que ayudan a formar nuestra personalidad y que se expresan en nuestra postura y movimiento, en cómo interactuamos (distancias, tono de voz, inclinación al consentimiento) y en qué emociones vivimos en la interacción (vergüenza, respeto, humildad…). Todo este tipo de disposiciones -corporales, emocionales y de conducta- se han convertido en una segunda naturaleza, como caminar o escribir. Fuchs les llama “aspectos encarnados de la estructura de la personalidad”.

Así reconocemos a alguien (aunque no podamos verle bien), por su forma de moverse, por su gesto, por un aire que sabemos captar. Es lo que Sheets-Johnstone llama melodías cinestésicas. Un concepto preciosísimo que entiende el movimiento de cada uno de nosotros como una obra única y característica, reconocible, como una huella personal en forma de movimiento. La intercorporalidad también nos remite a la empatía, porque “el cuerpo vivido sólo puede ser entendido por otros cuerpos”.

Otra forma en la que el cuerpo recoge información es lo que Fuchs llama “incorporaciones” (o memoria incorporativa): hábitos desarrollados por actitudes y roles asumidos de otros por identificación e imitación. Aquí podemos incluir los roles de género, roles sociales expresados en la ropa, la actitud o los gestos, y otras incorporaciones desarrolladas por mimetismo propias de nuestra cultura. Entendemos el cuerpo como portador de mensajes y símbolos para los demás, sea de forma deliberada o no. En el fondo se trata de un conocimiento “social”, un habitus, que damos por sentado, pero que, de hecho, depende de nuestro entorno. (Aquí habría que leer a Bourdieu… añadidlo a la lista).

Y llegamos a las dos últimas formas de memoria corporal: la del dolor y la del trauma. La distinción radica en si los recuerdos somatizados lo son en relación a objetos o a eventos traumáticos. Quienes han recibido algún tipo de castigo corporal pueden entender la tensión física instintiva al ver una regla o un cinturón. En el caso de trauma sucede lo mismo: cuando algo despierta la memoria corporal, el cuerpo “recuerda” el trauma como si estuviera sucediendo de nuevo y reacciona para protegerse.

Está claro que no existe una división estricta entre todas estas formas de incorporación de memorias corporales. Tampoco se puede hacer una distinción absoluta entre la memora implícita -corporal- y la explícita -la que podemos recrear en imágenes o en palabras. Aquí Fuchs recuerda a Marcel Proust y su magdalena. Creo que la literatura siempre nos lleva ventaja para explicar todo aquello íntimo y difuso y posiblemente no hay ejemplo mejor.

Apreciar los matices de la memoria corporal nos ayuda reconocer aspectos importantes que conforman nuestra psique y nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Incluso una persona con demencia conserva parte de su vida en olores, sensaciones, canciones de su juventud… recuerdos que perduran en su cuerpo, a los que se accede por vías todavía muy desconocidas.

Y sabiendo todo esto y valorando la perspectiva que nos brinda, yo diría que no se trata de distinguir entre tipos de memoria, ni clasificarlas, sino de entender esa unidad cuerpo-mente en todos sus matices. La memoria corporal es portadora subyacente de nuestra historia de vida y de nuestro “ser-en-el-mundo”. Conectar con nuestras memorias corporales nos ayuda a empatizar aún más con aquello que vemos en otros cuerpos. Algo que nos permitirá relacionarnos mejor, ofrecer entornos mejores y, sobre todo, generar espacios más sensibles de cuidado.